Por: Dany Erick Cruz Guerrero
Descubrí la poesía de Luis Alberto Castillo (Piura, 1951) durante mi tránsito por los ambientes de la Universidad Nacional de Piura. Apenas cursaba el segundo semestre cuando leí Y era la noche oscura (Lima, 1998), un breve libro que en principio me ganó por su cubierta negra, la única de ese color en el estante de libros, con un grabado de líneas negras firmes y definidas sobre fondo blanco que presenta a un hombre y una mujer vestidos a la usanza cortesana en lo que parece ser el patio interior de un castillo. Del macetero que media entre ambos ella toma una flor y con gesto delicado se la ofrece a él, que acepta el presente no sin cierta reticencia y elegancia. Desde la portada el libro está lleno de sugerencias.
La primera impresión que me causó la lectura de los poemas fue, para decirlo con las palabras de Pedro Lastra, la de «una vivencia aleccionadora». Los pasajes más vívidos que quedaron resonando en mi interior son los que se refieren a la soledad, acaso porque yo acababa de descubrirla, o inventármela. Pero, sobre todo, me sedujo la armonía entre música, ritmo y significación de los versos: la sucesión de imágenes y sonidos fluyendo en un lenguaje sobrio y a la vez intenso que sin darme cuenta ya me habían puesto entre los lectores frecuentes del pequeño volumen, ya que no entre los buenos que, según Edgar O’Hara, «ahí andan, de seguro». Sin embargo, en la satisfacción posterior a la lectura, una fisura abierta contra sí misma por el propio estremecimiento de la voz poética me llamaba como alertándome que entre la lucidez y la ironía que acompañan el intenso y sabio lirismo, esa noche oscura ocultaba la verdadera y más profunda revelación: la salvación entre la locura y la poesía.
Tal vez era que, sin ser opuestas, la locura y la poesía eran dos aspectos ––y no los únicos, por cierto–– de un asunto de suma importancia para el emisor de la voz poética. Su existencia dependía, por un lado, de su capacidad para articular su voz y, por otro, de su capacidad para escucharse y hacerse escuchar por los demás (los otros personajes y personas, de ficción y de realidad, dentro y fuera del libro: Melibea; Martín Adán, Oquendo de Amat, María Emilia Cornejo, Sigmund Freud, Robert Desnos, The Beatles, etc.; y, entre los más importantes, el lector). Por eso el desenlace de “Melibea negada por las palomas de la plaza San Francisco”, el poema capital, es tan dramático: el yo poético no solo es arrojado (o se arroja) a la oscuridad de la noche, sino a la noche muda y sorda (porque se ha quedado sin Musa y, por tanto, sin palabras, sin voz), allí donde tanto el instante como el silencio son eternos (y quizá una sola y misma cosa). La clave está en el epígrafe que Castillo eligió para el libro: El instante es eterno. Este verso de Martín Adán pertenece a un soneto cuyo tema es la creación poética como una labor que obliga permanentemente a reconocerse y perderse, es decir, que la propia identidad es presente pero inasible. Por eso Adán termina el soneto diciendo «¡Temo el hacer que me impone la lenta poesía!».
Y con ese temor, pues, la vida para el yo poético será un vano transitar sin asideros por la urbe ––imagen del mundo–– en busca del aliento y la palabra del ser amado, del otro y de sí mismo, sin encontrar sino el silencio o el bullicio. Ya ni siquiera el reconocimiento del pasado (la tradición si queremos leerlo como una poética) sirve de consuelo, ni tampoco el haber intuido y precisado el origen del malestar contribuye a menguarlo. «Nada detendrá la noche», se lee en el poema “Oquendo de Amat (1905-1936)” (p. 30).
Locura o Poesía. Enloquecer o Poetizar. El mismo dilema en que se vieron otros autores con quienes dialoga el libro. Martín Adán eligió el «exilio de adentro», como ha señalado Mirko Lauer, y que, entiendo, fue una forma de optar por ambas: seis meses en el manicomio, seis meses en bares, cantinas y prostíbulos limeños; pero siempre escribiendo. Mientras que por su parte, Oquendo de Amat («Tuve miedo/ y me regresé de la locura» podemos leer en “El poema del manicomio”) prefirió el «exilio de afuera» y encontró la muerte en Guadarrama, España, víctima tanto de la tuberculosis como de la Guerra Civil Española. Castillo escoge el silencio. El problema ya se lo había planteado en Melibea & otros poemas (Lima, 1977), libro que se puede leer como la contracara de Y era la noche oscura, pues mientras la lucidez de éste apunta a descifrar, por lo menos, tres misterios centrales: la palabra, la soledad y el tiempo; aquél se entretiene en un prosaísmo que, precisamente, lo distrae de los temas mencionados, aunque sin opacar demasiado su propia estética. Así, si en 1977 escoge la locura, en 1998 se replantea el asunto y opta por la poesía, aún a riesgo de mutua abolición (el silencio o el bullicio).
En el periodo de poco más de veinte años que hay entre ambos libros, Castillo no ha estado alejado de la creación poética. Es una lastima que ni durante ese tiempo ni después haya publicado más de sus trabajos. Su nombre, no obstante, ha estado presente en el ámbito cultural. Sus apuntes, notas y reseñas han aparecido en la revista la Casa de Cartón de Oxy. Ha sido incluido en las antologías Los otros (Piura, 1986) y Panorama de la poesía piurana actual (Lima, 1999) preparadas por Alberto Alarcón, Antología comentada de la expresión literaria contemporánea en la Región Grau (Piura, 1992) de Sigfredo Burneo y Poesía Peruana Siglo XX Tomo II (Lima, 1999) de Ricardo Gonzáles Vigil. Un poeta de valía, ciertamente, a quien es harto satisfactorio leer y revisitar.
Lima, marzo de 2006.
Descubrí la poesía de Luis Alberto Castillo (Piura, 1951) durante mi tránsito por los ambientes de la Universidad Nacional de Piura. Apenas cursaba el segundo semestre cuando leí Y era la noche oscura (Lima, 1998), un breve libro que en principio me ganó por su cubierta negra, la única de ese color en el estante de libros, con un grabado de líneas negras firmes y definidas sobre fondo blanco que presenta a un hombre y una mujer vestidos a la usanza cortesana en lo que parece ser el patio interior de un castillo. Del macetero que media entre ambos ella toma una flor y con gesto delicado se la ofrece a él, que acepta el presente no sin cierta reticencia y elegancia. Desde la portada el libro está lleno de sugerencias.
La primera impresión que me causó la lectura de los poemas fue, para decirlo con las palabras de Pedro Lastra, la de «una vivencia aleccionadora». Los pasajes más vívidos que quedaron resonando en mi interior son los que se refieren a la soledad, acaso porque yo acababa de descubrirla, o inventármela. Pero, sobre todo, me sedujo la armonía entre música, ritmo y significación de los versos: la sucesión de imágenes y sonidos fluyendo en un lenguaje sobrio y a la vez intenso que sin darme cuenta ya me habían puesto entre los lectores frecuentes del pequeño volumen, ya que no entre los buenos que, según Edgar O’Hara, «ahí andan, de seguro». Sin embargo, en la satisfacción posterior a la lectura, una fisura abierta contra sí misma por el propio estremecimiento de la voz poética me llamaba como alertándome que entre la lucidez y la ironía que acompañan el intenso y sabio lirismo, esa noche oscura ocultaba la verdadera y más profunda revelación: la salvación entre la locura y la poesía.
Tal vez era que, sin ser opuestas, la locura y la poesía eran dos aspectos ––y no los únicos, por cierto–– de un asunto de suma importancia para el emisor de la voz poética. Su existencia dependía, por un lado, de su capacidad para articular su voz y, por otro, de su capacidad para escucharse y hacerse escuchar por los demás (los otros personajes y personas, de ficción y de realidad, dentro y fuera del libro: Melibea; Martín Adán, Oquendo de Amat, María Emilia Cornejo, Sigmund Freud, Robert Desnos, The Beatles, etc.; y, entre los más importantes, el lector). Por eso el desenlace de “Melibea negada por las palomas de la plaza San Francisco”, el poema capital, es tan dramático: el yo poético no solo es arrojado (o se arroja) a la oscuridad de la noche, sino a la noche muda y sorda (porque se ha quedado sin Musa y, por tanto, sin palabras, sin voz), allí donde tanto el instante como el silencio son eternos (y quizá una sola y misma cosa). La clave está en el epígrafe que Castillo eligió para el libro: El instante es eterno. Este verso de Martín Adán pertenece a un soneto cuyo tema es la creación poética como una labor que obliga permanentemente a reconocerse y perderse, es decir, que la propia identidad es presente pero inasible. Por eso Adán termina el soneto diciendo «¡Temo el hacer que me impone la lenta poesía!».
Y con ese temor, pues, la vida para el yo poético será un vano transitar sin asideros por la urbe ––imagen del mundo–– en busca del aliento y la palabra del ser amado, del otro y de sí mismo, sin encontrar sino el silencio o el bullicio. Ya ni siquiera el reconocimiento del pasado (la tradición si queremos leerlo como una poética) sirve de consuelo, ni tampoco el haber intuido y precisado el origen del malestar contribuye a menguarlo. «Nada detendrá la noche», se lee en el poema “Oquendo de Amat (1905-1936)” (p. 30).
Locura o Poesía. Enloquecer o Poetizar. El mismo dilema en que se vieron otros autores con quienes dialoga el libro. Martín Adán eligió el «exilio de adentro», como ha señalado Mirko Lauer, y que, entiendo, fue una forma de optar por ambas: seis meses en el manicomio, seis meses en bares, cantinas y prostíbulos limeños; pero siempre escribiendo. Mientras que por su parte, Oquendo de Amat («Tuve miedo/ y me regresé de la locura» podemos leer en “El poema del manicomio”) prefirió el «exilio de afuera» y encontró la muerte en Guadarrama, España, víctima tanto de la tuberculosis como de la Guerra Civil Española. Castillo escoge el silencio. El problema ya se lo había planteado en Melibea & otros poemas (Lima, 1977), libro que se puede leer como la contracara de Y era la noche oscura, pues mientras la lucidez de éste apunta a descifrar, por lo menos, tres misterios centrales: la palabra, la soledad y el tiempo; aquél se entretiene en un prosaísmo que, precisamente, lo distrae de los temas mencionados, aunque sin opacar demasiado su propia estética. Así, si en 1977 escoge la locura, en 1998 se replantea el asunto y opta por la poesía, aún a riesgo de mutua abolición (el silencio o el bullicio).
En el periodo de poco más de veinte años que hay entre ambos libros, Castillo no ha estado alejado de la creación poética. Es una lastima que ni durante ese tiempo ni después haya publicado más de sus trabajos. Su nombre, no obstante, ha estado presente en el ámbito cultural. Sus apuntes, notas y reseñas han aparecido en la revista la Casa de Cartón de Oxy. Ha sido incluido en las antologías Los otros (Piura, 1986) y Panorama de la poesía piurana actual (Lima, 1999) preparadas por Alberto Alarcón, Antología comentada de la expresión literaria contemporánea en la Región Grau (Piura, 1992) de Sigfredo Burneo y Poesía Peruana Siglo XX Tomo II (Lima, 1999) de Ricardo Gonzáles Vigil. Un poeta de valía, ciertamente, a quien es harto satisfactorio leer y revisitar.
Lima, marzo de 2006.
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